miércoles, 13 de octubre de 2021

El hombre nunca ha sido preembrión (X)bis: El “argumento” de la pérdida precoz de embriones

Seguimos con esta falacia, la del “argumento” de la pérdida precoz de embriones. En ética médica es muy rentable desvelar el engaño de las invenciones, porque así se frena su tóxica y letal repercusión social.  

Continuamos con el Prof Herranz: “Se han dado también interpretaciones “optimistas” de la pérdida embrionaria precoz. Desde una óptica eugenista, el fenómeno es celebrado como un eficacísimo recurso para aligerar la pesada carga de la enfermedad genética humana e impedir la degradación del patrimonio genético de la especie: una eliminación rápida y temprana de deficientes y deformes que se hace en el mejor interés de la raza. Y, desde la óptica de la reproducción humana asistida, se ha afirmado que no existen diferencias significativas entre la cuantiosa pérdida natural de embriones y la pérdida de embriones que se da en la reproducción artificial, de modo que esta última no puede ser acusada de ser una práctica nociva, pues no lo es más que el proceso natural.

En tiempos recientes el argumento ha experimentado ciertas derivas controvertidas. Por un lado, algunos bioéticos han insinuado que quienes conceden pleno estatus ético al embrión han de reconocer que la muerte embrionaria precoz constituye el “mayor azote de la humanidad” (supone prácticamente la muerte de más de la mitad de los seres humanos), por lo que quienes militan en el campo pro-vida han de sentirse obligados a hacer todo lo posible para prevenir esa tragedia: no habría otro asunto en el mundo que pudiera ganar a este en magnitud y prioridad.

Por otro lado, y de mano de ciertos bioéticos laicistas, ha surgido un problema relativamente nuevo: el que podría llamarse la escatología de los embriones. Uno de ellos razonaba así: “Incluso si generosamente excluimos todos los embriones anormales concebidos —suponiendo que su imperfecta expresión génica ha bloqueado de algún modo la instalación en ellos de un alma—, resultará aún entonces que quizás el 40 por ciento de todos los residentes en el Cielo no llegaron a nacer, ni desarrollaron un cerebro, ni tuvieron nunca emociones, experiencias, esperanzas, sueños o deseos”. 

Baste cerrar la referencia a tales elucubraciones teológicas con la sensata observación de Lee de que lo que Dios puede hacer o no hacer con los embriones tempranamente muertos, a no ser que lo revele a alguien, es una empresa que desborda nuestra limitada inteligencia.

La muerte embrionaria precoz presenta muchas incógnitas todavía. Probablemente su causa principal esté en las alteraciones génicas y cromosómicas que trastornan los delicados mecanismos moleculares de la misma fecundación y del desarrollo inicial. Parece que es también muy cuantioso el efecto de factores ambientales, en primer lugar los maternos que actúan en el curso de la implantación, lo mismo que los fallos en los delicadísimos mecanismos que rigen tanto el desarrollo intrínseco del embrión, como el intercambio de señales entre el embrión y la madre.

Conviene señalar, como conclusión de este complejo asunto, que sólo podrá tratarse con objetividad cuando se cumplan ciertas condiciones: la primera es que podamos disponer de datos fiables y no de simples cálculos influidos por prejuicios ideológicos. La segunda es conseguir una clara caracterización biológica de las entidades resultantes de la fecundación y seamos capaces de distinguir entre verdaderos embriones humanos (sanos o más o menos gravemente enfermos) y los productos no-embrionarios, carentes de potencialidad para devenir un ser humano. Conocemos ya muchas anomalías cromosómicas y génicas que son incompatibles con el desarrollo.

Cuando esas condiciones se cumplan será posible comprender con más claridad las causas de lo que ahora llamamos pérdida embrionaria espontánea. Esta no será ya vista como mero fracaso biológico, sino como el precio que se ha de pagar a cambio del inapreciable privilegio de la diversidad biológica de cada individuo, de la originalidad irrepetible de cada ser humano, de las ingentes ventajas que la reproducción sexuada y el proceso singularizador de cada gameto que la meiosis proporciona, y también de los errores de la regulación epigenética del desarrollo inicial.” Gonzalo Herranz. El embrión ficticio: historia de un mito biológico. El autor explica su libro. Cuadernos de Bioética 2014; 25: 310-312.


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