En esta exposición nos va iluminando en cómo se va abriendo paso, de forma sigilosa al principio, la filosofía eutanásica en el mundo de la medicina, y cómo va inexorablemente contagiando a la sociedad. De ahí que no sólo precise vacunarse con urgencia el personal sanitario contra la eutanasia, sino que es urgente y necesaria también en toda persona que viva contemporánea a dicha filosofía eutanásica. Sin tomar postura y conocimiento de ella, es muy difícil excluirse de su cierta capacidad mortífera. Su potencial letalidad es, de hecho, bastante más superior a cualquier infección pandémica conocida. Los hechos son patentes.
"Es insostenible, por utópica, la idea de una eutanasia libertaria, reconocida por la ley. No es posible regularla como un derecho individual y soberano a autodeterminar cada uno su propio destino.
La eutanasia es una acción social, nunca individual, porque la sociedad no está hecha de individuos encapsulados, cada uno en su propio reducto: la eutanasia es contagiosa, asunto de salud pública. Porque la eutanasia hace daño a los que en ella intervienen, a los que la observan, a los que les llega la noticia.
Fijémonos en el médico. El médico que aplica la muerte a uno de sus pacientes queda marcado. Porque una de dos: o reconoce que cometió un error y se arrepiente irrevocablemente, y entonces se salva, o considera que ha hecho una buena obra, y entonces ya no puede dejar de hacerla. Entra en una bolsa de arena movediza, que lo va tragando lenta pero inexorablemente. Esa es la experiencia de muchos médicos holandeses y belgas. No son psicópatas asesinos: son simplemente médicos, a los que sus virtudes profesionales los van arrastrando, paradójicamente, a una decadencia ética, lentamente progresiva, pero inexorable, que suele cursar en cuatro fases.
La primera corresponde al tiempo, unos pocos años, de aplicación rígida, restrictiva, de la norma legal. Despenalizar la eutanasia significa, en ese entonces, que la muerte sin dolor es un tratamiento excepcional, que sólo puede aplicarse a ciertas situaciones clínicas desesperadas, y sometidos a criterios muy estrictos, a controles muy minuciosos, que la ley marca.
La segunda fase corresponde al periodo de habituación. La reiteración ocasional de casos va privando a la eutanasia de su excepcionalidad. Se implanta, en la conducta personal del médico y el ambiente profesional, la idea de que la eutanasia es una intervención que no carece de ventajas, que incluso corresponde a una terapéutica aceptable y de mucha eficacia, de modo que los médicos no deberían rehusarla, si el paciente la solicita. La eutanasia puede terminar por ganarle la batalla a los cuidados paliativos, pues, en comparación con ellos, es más indolora, rápida, estética, y económica. Para ciertos pacientes, se convierte en un derecho exigible a la muerte dulce; para los allegados, en una invitación tentadora de verse libres de preocupaciones y molestias; para ciertos médicos, en un recurso sencillo, que ahorra tiempo y esfuerzos; para los gestores sanitarios, una intervención de óptimo cociente costo/eficacia.
Se llega luego, pronto, a la tercera fase, cuando médicos y enfermeras, fascinados por ideales de justicia y eficiencia, se convierten en mandatarios subjetivos de los pacientes incapaces y terminales. Ante un paciente incapaz de expresar su voluntad, razonan así: “Es horrible vivir en esas condiciones tan precarias. Yo no querría vivir así. Eso no es vida. Es preferible morir. Lo mejor para ellos es la muerte dulce”. Para quien acepta de corazón la eutanasia voluntaria, la eutanasia no voluntaria se convierte, por razones de coherencia moral, en una obligación indeclinable. Concede a cada uno de esos pacientes una especie de testamento de vida, del cual él es albacea y apoderado.
La cuarta fase se alcanza con la eutanasia involuntaria. El sesgo utilitarista, inherente a la actitud eutanásica, lleva al médico a concluir que es irracional el deseo, tácito o expreso, de ciertos pacientes de seguir viviendo, pues tienen por delante de sí una perspectiva de vida detestable y abusiva. Ese médico razona así: las vidas de ciertos pacientes capaces de decidir son tan carentes de calidad, tienen tan alto costo, que no son dignos de ser vividas. El deseo de seguir viviendo de esos pacientes es un deseo injusto, que provoca un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: hay mil destinos mejores para emplear ese dinero y ese esfuerzo laboral. Es muy difícil expropiar al paciente de su libertad de escoger seguir viviendo.
¿Es este modelo de cuatro fases una criatura de ficción o un cálculo basado en datos? Estimo que una descripción realista de lo que ya está sucediendo". Gonzalo Herranz "La metamorfosis del activismo pro eutanasia" Persona y Bioética, 2014, 22-23, pag 16-21.