Merece la pena en este asunto seguir prestando atención al Prof Herranz:
“Nos compete, pues, analizar éticamente lo ocurrido a primeros de agosto en el Reino Unido. Y lo ocurrido fue que se dejó morir a 3.300 embriones humanos cuya criopreservación había alcanzado la fecha de caducidad legal. Lo decía crudamente un titular de Lancet: “Destruido el primer lote de embriones”.
Tres mil trescientos destinos humanos fueron anulados. Tres mil trescientos seres humanos, que habían sido llamados a la vida por la decisión de sus progenitores y la colaboración tecnológica de los médicos, tuvieron un fin dramático: se les había creado para vivir, pero se les destruyó. No se los había engendrado de modo casual, inadvertido, no deseado, en un arrebato erótico poco responsable. Se los trajo a la vida intencionadamente, como criaturas muy deseadas, con plena deliberación, con el auxilio del artificio técnico del laboratorio. Y, no obstante, a pesar de haberse originado de una decisión tan calculada y costosa, se los ha dejado morir.
Estoy seguro de que tanto los legisladores, al redactar la ley y aprobarla, como los padres, al recurrir a la fecundación extracorpórea, o los médicos, al aplicar sus precisas técnicas, actuaron y seguirán actuando guiados por las mejores intenciones. Y, sin embargo, no han querido darse cuenta de que se estaban sobrepasando en el ejercicio de su poder, que estaban corriendo el riesgo inevitable de que, cumplido el plazo letal prefijado, tendrían que autorizar la terminación de la vida de unos seres humanos que ellos habían traído a la existencia para ser hijos, pero que, al fin, por mil circunstancias, diversas o adversas, se convirtieron en excedente de producción.
Hace años, David Ozar escribió en contra del abandono de los embriones humanos congelados. Y lo hizo argumentando desde dos posiciones distintas: desde el punto de vista de los que piensan que tenemos la obligación de respetar la vida del neoconcebido, pues éste tiene, desde el instante mismo de la fecundación, el derecho de no ser matado; y desde el punto de vista que sostiene que el embrión no tiene derechos morales, pues los embriones, incluidos los congelados, no son titulares de derechos, sino simples cosas que son poseídas por otros.
No hace falta desarrollar la primera opinión, concepcionista, del derecho a la vida, que nos impone la obligación de ayudar al embrión a realizar su plena potencialidad de hombre. Conviene, sí, reconsiderar la segunda opinión. Los médicos y los padres que han traído al mundo un embrión, aunque consideraran que su embrión no tiene ningún título intrínseco a ser respetado, no pueden eludir, sin embargo, sus responsabilidades con respecto al uso que hacen del embrión que han creado y a las consecuencias que se derivan de su conducta si lo destruyeran. Pues la ética común, incluso la ética de mínimos, si es auténtica, esto es, si no está embriagada de autonomismo, exige que la vida humana sea siempre conservada y protegida.
El médico no puede ser indiferente ante su doble compromiso: el compromiso general de respetarla para cumplir con las reglas de la humanidad, y el compromiso específico de velar por las vidas humanas en estado de precariedad para cumplir con las reglas de la medicina. Este compromiso le obliga de modo particular ante aquellas vidas humanas que él ha contribuido a crear.
Los progenitores no pueden abandonar al hijo embrionario, eludiendo así su deber de responsabilidad paterna, de ser protectores de quien ellos han procreado.” Gonzalo Herranz, La destrucción de los embriones congelados: reflexión sobre una noticia. Conferencia. Bogotá, 1997.